No oigo nada. Qué paz. Con los tapones puestos solo soy capaz de escuchar mi respiración y mis latidos. Pero esa soledad, aparentemente tan pacificadora es tormentosa: me recuerda que no es aquí donde quiero estar. Las hileras verdes ya empiezan a darme náuseas. ¿Serán las chocobolas? Siempre me como dos de postre: una blanca y otra negra. Me entran ganas de llorar porque el café está perdiendo efecto y me da el bajón. Es todo un ciclo de rituales que hacen que estudiar parezca cancerígeno. Es el peor momento para pensar, para extrañar. Porque no puedes correr a darle un abrazo o llamarle para tomar algo: te tienes que quedar aquí, quieta; en esta silla, frente a las mareantes hileras verdes. Todo el día. Solo un niño de 11 años (casi 12) me saca una sonrisa unas horas después. Y volver a casa. Y hablar. Para que alguien diga que se me da bien estudiar.
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