Se estaba tomando una leche merengada en el famoso Café de Levante, cuando llegó un señor en chándal que se pidió un café solo y permaneció un rato observando desde su asiento forrado en tela de terciopelo azul. A pesar de su chándal desaliñado y el incesante estornudar provocado por alguna sustancia que a ella también le daba alergia, ella sabía que no sería alguien sin más, y lo contemplaba, expectante.
Al fin pasó: el hecho diferenciador. El señor sacó su Moleskine negro, lo abrió por la mitad, y leyó lo que había escrito el día anterior. Tras corregir un par de expresiones y ponerse en situación, el señor continuó con su historia, fuese la que fuese.
Ella, que ya había terminado su bebida congelada, se sintió sumida por completo en un café parisino al contemplar la escena. Ese sitio siempre le había recordado a los mismos lugares en los que Tolouse-Lautrec pintaba a las bailarinas. Si en vez de leche merengada, ella estuviera bebiendo aguardiente, podría pasar perfectamente por la bebedora resacosa que fue Suzanne Valadon. Ella siempre pensó que el instante tomado por el pequeño Toulouse estaba sacado de un atardecer en el Café de Levante, con sus vidrieras multicolores oscureciéndose, y sus lámparas barrocas atenuando su luz.
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