lunes, 11 de julio de 2011

Una espía en Chicago

La hora de tren que hay entre Chicago y mi casa en Round Lake (Chicagoland) es buen momento para recapitular.  Madrugar no importa, hoy no ha importado; incluso estaba despejada. Es la ilusión que no te deja tener sueño cuando tienes muchas ganas de algo. 

“Tickets, please” canturrea el revisor. Tome, tome, ya puede revisarlo después de los doscientos dólares que me estoy gastando en transporte público. Ni siquiera eso importa. Chicago no deja de ser un sueño incluso estando aquí mismo. El LOOP lleva dejándome boquiabierta todo el día. Cada edificio era igual o más asombroso que el anterior.

Lo malo –en todo paraíso hay una manzana­– es la irregularidad con la que es capaz de cambiar el tiempo. Cuando salía de casa a las six ei eim, el calor me ha dado un bofetón. Pero cuando bajaba con Pat (mi madre americana) del autobús, ha empezado a llover como si fuera la última vez.

 He estado toda la mañana empapada, mientras un grupo de americanas gritonas, staff de EF, repetía que llegar tarde a clase por culpa de la lluvia no era una excusa. Me han entrado ganas de decirle que si, tal y como prometían, las casas estuvieran a menos de una hora de la escuela y no a dos como es mi caso, a lo mejor la lluvia no tendría tanta culpa, porque el transporte público se retrasa. 

Así y todo, este no es un blog de crítica a EF. Daría para rato, pero ya hay otros. Mejor nos centramos en las maravillas de Chicago, como la pizza que nos hemos comido hoy:



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