Una película. No de miedo, sino en de autor, o cine alternativo. Solo un 15% de los viajeros de este bus de ALSA somos españoles. Detrás nuestro, un señor ronca como si no hubiera mañana. Un chiflado a ratos se levanta y da vueltas por el autobús, discute con alguien, habla en inglés... Miguel dice que estará drogado, pero yo creo que es algo interno, que aunque se drogue, algo de locura traería de su casa. Claro que para hablar de locos hay que ser muy relativos, porque creo que todo el mundo alberga un ápice de majadería en algún lugar de su interior. Me duele la tripa, y aunque Miguel dice que necesito ir al baño, yo sé que son los nervios de si daré la talla en esta aventura.
Ahora estamos abrazados, con la misma intensidad que el sonido de los ronquidos del extranjero (nunca se me ha dado bien identificar acentos). Del autobús solo se ven las lucecitas naranjas del aire acondicionado, la radio, mi Blackberry, y mi reflejo en la pared. Miguel duerme porque el viaje se le está haciendo eterno. Yo no quiero perderme ni un segundo de la aventura. Pero por otro lado me gustaría hacer eterno este momento. Los dos juntos, abrazados, en silencio, a oscuras. A mi alrededor soy yo la única con cierta actividad mental, aunque este autobús es muy largo y seguro que el francés con sombrero de paja al que le hemos pedido fuego en el área de servicio, está escribiendo poesías para completar la sorpresa que le va a dar a una chica que conoció en Madrid cuando estaba de prácticas. Cuántas historias; como dijo ayer una gran amiga, a veces no valoramos todo lo que tenemos alrededor.
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